PRÓLOGO: EL DESCUBRIMIENTO
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Carta II
·
Hallada
en la laguna de los Cachones en 1992.
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Testimonio
sobre papel china.
·
Tipo
de doblado: ventana. Sello roto, de lacre rojo amarillento.
· Dirigida a:
Cornelia Barón López
Sevilla, 20 de enero de 1809.
Amada
Cornelia:
No
es el delirio el que mueve el metal del canutero. La fiebre debilita mi mano, pero
la mente demanda un último esfuerzo antes de que llegue la muerte, necesito confesar
la pasión que por ti siento y de la locura que me llevó a desearte en cuerpo y alma.
Perdona a este pobre moribundo que desde la distancia espió tus actos
revolucionarios hasta que decidiste escapar de la presión de la iglesia.
Nací en Espartinas en la comarca de
Aljarafe, de padre pastor y madre hilandera. De adolescente mudé al domicilio
de mi abuela trianera para atenderla, ahora vivienda de mi agonía. Pertenecí a
la vocación que más odias.
Aceptaste mi amistad, siendo yo exclérigo
y apostatado, te lo oculté para evitar la posibilidad de que me rechazaras. Esa
madrugada, a tu vera, temblaba de la emoción al tenerte tan cerca. Por fin
podía ver el color de tus ojos. Te conocí a la edad de 23 años, siervo de la
Orden de la Santísima Trinidad y de la Redención de Cautivos, lo que viene a
ser un fraile trinitario. Estudié letras, y me formaron en lo que desde el
pasado curso se ha definido como periodismo. En la congregación nos gustaba
llamarlo estudios de empresa y hogar. Aprendes a observar lo mundano y a
preguntar por él. Quise ligar mis creencias de lo divino con la de escritor, y aprender
a fondo la técnica de la ilustración y encuadernación. Las mejores imprentas,
impresores e ilustradores, se hallan bajo el manto del Vaticano, la ciudad de Sevilla
no es menos en este arte. Pretendí no traicionarme con el uso de la pluma y me expulsaron.
En un atardecer estaba en uno de los
balcones que los monjes compartíamos espacio, en las horas de misa, con las
hermanas del Santo Cristo, tú sujetabas un cirio mientras rasgabas con la punta
de la navaja la madera de uno de los bancos de la basílica con las frases: «sin pan no hay credo que se salve», «los ricos roban el alimento de los pobres».
Estuve tentado a interrumpir el sacrilegio, pero una fuerza invisible me lo
impedía. Los enunciados colmaron de dudas mi espíritu, y a posteriori, vislumbré
que el hábito no simbolizaba estar cerca de la gente que besa el misterio central
de la cristiandad, más bien de lo contrario.
Mostré especial interés en tus señales,
pataleos y de la fuerza subyacente que desprendías contra el orden establecido.
Tus constantes algaradas anticlericales despertaron mi curiosidad por los
asuntos que enterraba la inquisición. Descubrí, que te sobraban razones. Me
sentí atraído hacia ti y a tu fe. Sin embargo, la mía acataba las directrices
de la doctrinal papista. En una adinerada boda gritaste que los muros de la
catedral hispalense estaban impregnados de pecado al haber apoyado en ellos a
tantos esclavos en venta, que las escalinatas eran inmorales por las huellas de
marcados hombres y mujeres, y que la piedra caliza había sido convertida en el
sudario de los encadenados sin la aquiescencia de Dios. Por esas expresiones te
soltaron a los perros; a partir de entonces no dejaste de correr y yo de amarte.
De lejos te amo y de cerca suspiraba por tu amor.
Me trasladaron del acuartelamiento de
Puivert a Bayona para recibir formación de enfermero, un destino que debí no aceptar,
desde aquel domingo soleado que me convirtió en asesino y me trajo hasta aquí,
Dios me negó su caridad.
A finales de 1806, estando en el frente
de Jena, por escrito, apoderé a mi buen amigo Mateo para reeditar el libro inspirado
en tu revolución, esta vez con la seguridad que suponía imprimirlo en París y con
la esperanza de que el porvenir pondría uno en tus manos. ¡Cuándo suceda, mi Alma
se habrá reencontrado para siempre con la tuya! Te quiero en este mundo de
tinieblas y te querré en la infinita paz.
Si has leído estas líneas es porque
estoy con el Padre que ha requerido mi presencia.
Una estrella del firmamento brilla de
amor por ti.
Luis Gutiérrez
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