PRÓLOGO: EL DESCUBRIMIENTO
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Carta I
·
Pliego cilíndrico. Descubierto en París
en 1991.
·
Probablemente atado en cordel vacuno y nudo
timbrado con trementina color bermellón.
·
Dirigido a:
Don Manuel Rodríguez Lara
El
Ronquillo, 20 de junio de 1814
Queridísimo
Manolo:
Siento no haberte escrito antes, la adversidad frenaba la
llegada de este día. Después de tres años de tormenta cargada de dificultades ha
diluido su furia y la calma que me rodea permite seguir con mis planes y acercarme
a ti a través de estas líneas.
Estoy bien, asentada con una falsa identidad, he renacido
como Doña Pilar Gómez García. Vivo flanqueada de pastos y ovejas, envejecida
como manda la vida y empobrecida por el magín que me trajo hasta aquí. Este
retraso te pondrá al corriente en algunas cosas de la patria, y en otras, quizás
ya estés informado. Pero es tanto el deseo de hacerlo que he de contarte lo uno
como lo otro.
Abandonamos el vencido siglo con ropajes tan distintos
que la moda excusó sus beneficios como el resultado del modernismo que trajo el
vapor, y con ello las engañosas palabras de Napoleón Bonaparte; ni somos
hermanos, ni estamos más libres. ¿Cómo caímos en esa trampa, Manolo? ¿Cómo no
nos dimos cuenta de que su aval era el capitalismo que combatíamos? No sé si es
por el sano aire de la montaña, el particular brillo del sol o el peso de la madurez,
pero siento el arrepentimiento de haber participado en esa farsa. Solo
encuentro consuelo con la noticia de que «Le Petit Caporal» ha sido encerrado
hace un mes en la isla de Elba, cercada por el mar Tirreno.
Todavía, en las horas de sosiego, rememoro el día que escapamos
con lo puesto a combatir la injusticia al lado de los ideales republicanos. Éramos
un centenar de enclenques sevillanos sin futuro, hartos de ser amenazados por
la Santa Inquisición.
Partí clandestina con vosotros, entre la niebla del alba,
subida a una carreta que se sostenía milagrosamente. Prosélitos a un líder que
solo pensó en sí mismo y olvidó el principio por el que decidimos luchar junto
a él. Entablamos desahogadas charlas e intercambiamos los diversos motivos que
nos llevaron a tan crucial viaje, nada tenían que ver con la grandeza y
hermosura de Sevilla. Sí, con su oscuridad. El más agorero hablaba de las
consecuencias de formar parte del proyecto napoleónico si caíamos en manos de
las autoridades de Carlos IV. Nació en todos nosotros una sólida amistad que se
solidificó en una pequeña hermandad. Ahora somos almas sin luz, marginadas en
la tierra anhelada y ratas hostigadas en el terruño. Apasionados momentos llenos
de ilusión detrás de un futuro desbordado en lágrimas.
Un hombre de marcado rostro y portador de una biblia de
bolsillo, me sorprendió gratamente. Se identificó cortésmente como Luis
Gutiérrez. Empatizamos en el camino, y en el fuerte francés de Puivert debatíamos
a diario, en total compartimos un fugaz mes. A cada uno se nos obligó a
participar en distintos destinos, peor aún, en divergentes derroteros. Al menos,
nos concedieron que la secretaría del destacamento sirviese de estafeta y de
dirección postal, se encargaron de repartir los pliegos y carillas que iban dirigidas
a cada uno de nosotros; estuviéramos o no en el frente, dentro o fuera de
Francia. Me pregunto si continúan haciéndolo.
Dejé Nantes con la intención de volver a España en busca del
amigo Luis. Por mi condición de «gabacha» tuve que recorrer el trayecto libre
de controles; el único seguro y el más largo para alcanzar mi destino.
Sé por una nota suya que cayó herido por un exoficial del
antiguo mando francés a finales de noviembre de 1808; el ofendido era uno de tantos
que repudiaban a Bonaparte por el golpe de estado del 99 y a cualquiera que
formase parte de sus tropas. Por navidad volvió a Triana para recuperarse de la
herida, en el muslo izquierdo, provocada por la afilada hoja del sable, y la de
su corazón que aún lloraba la muerte del que le retó.
Bajé de la diligencia en El Ronquillo el doce de marzo de
1812. Me instalé provisionalmente en la buhardilla de unos parientes. Andaba impaciente
y expectante, a que el nuevo gobierno aprobase la que sería la primera constitución
hispánica de este siglo. A los siete días se promulgó tan soberano acontecimiento.
Por fin; asiáticos, americanos y españoles, éramos investidos con iguales derechos
y deberes. Con ella menguamos al poder monárquico, y desterró la maldita inquisición.
¡Fui tan feliz con la buena nueva que pagué a escondidas un trago de tintorro!
Aunque, hace siete semanas que ha sido abolida. Las mujeres y hombres, de común
pensamiento, la hemos disfrutado 50 meses con satisfacción.
¿Recuerdas las tardes de invierno, ocultos tras la flama
de la vela, conspirando contra el arzobispo de Sevilla y de cómo atentar la
sucursal del diablo Torquemada? Acabar con esa organización del crimen fue la
principal razón para unirme a tu grupo y la de formar en las filas
napoleónicas. En cuanto tomaron poder cerraron la institución inquisitoria. La refrenda
prohibitiva que puso a los cuatro vientos José Bonaparte, justificó con creces
mi afrancesamiento. Me hubiese quedado de haber nacido «La Pepa» antes de migrar.
No sé si lo sabes, pero es el mote que se le dio, en Andalucía, a la Ley
Fundamental del 19 de marzo 1812, festividad de José y Josefina. El simpático
apodo se extendió a los territorios de ultramar mediante el flujo naviero del puerto
de Indias de nuestra soleada Hispalia.
El cariño a Luis, nació a lo largo de la convivencia en
el fortín, se transformó en amor al regalarme Pierre, un amigo en común, un
libro que se convirtió en el pábulo de mi búsqueda. En español y con acento
francés, dijo: «Léelo en casa, alguien podría hacerte daño si te ve con él». Me
contó que Luis lo escribió, estando a cobijo de sus padres, después de una
intensa disputa con su consciencia, el año en que Napoleón se proclamó jefe del
estado francés. Tan solo se imprimieron una veintena, todos ellos acabaron requisados
y quemados por el tribunal del Santo Oficio. Fue prohibida su divulgación y con
castigo de ahorcamiento a quien intentase divulgar tanto la indebida apropiación
como el argumento. No obstante, añadió, que siete años más tarde las librerías
francesas presentaron en sus escaparates y mostradores, una segunda edición
respaldada por el autócrata militar. Seguro que no ignoras el título «Cornelia B. o víctima de la inquisición».
Leído y releído, en el pequeño apartamento de Bouaye-Nantes,
comprendí que era una dedicatoria. Supuse que debió de sentirse motivada su imaginaria
por las aventuras que le conté. Él supo, por mí, de la riña que llevaba contra
el régimen impuesto por la iglesia, pero me di cuenta de que si se imprimió la
edición original en 1799, siendo yo la joven veinteañera más buscada del país,
es que estuvo siguiendo mis pasos a escondidas mucho antes de conocerle y
evitando que me percatase de su existencia hasta que se presentó en el
chirrioso carromato.
Hizo público el clamoroso manuscrito como denuncia de la ruindad
del episcopado, es un documento contra la inquisición y sus tutores. Destapa en
gran medida las vergüenzas y malas prácticas del patronato clerical. Luis reveló
su extrema inclinación opositora al titularlo con mi auténtico nombre
«Cornelia». No solo atacó a la magistratura de la fe cristiana, sino que
también puso precio a su cabeza. ¡Manolo!, ¡Luis es un héroe que hizo uso del
talento y la tinta, para desenmascarar a la infame curia! Gracias a él
perdurará la verdad en épocas venideras.
En un lapsus repentino decidí ir a visitarle y conversar
con él profusamente. Deseaba agradecerle el acto de valor que tuvo al escribir
tan brillante argumento, decirle lo importante que era su obra en la lucha contra
la tiranía de sotana y manifestar lo que para mí significaba su divulgación.
En la ruta de El Ronquillo a Sevilla, respiré aire de
libertad y pasión. Debía encontrarlo en Triana, cerrar la incertidumbre de mis
pensamientos y luego esconderme en una casita, a orilla de un pequeño lago, que
unos amigos de la familia de acogida me ofrecieron. Al llegar, disfrazada de
viuda, pregunté en las tabernas y comercios. Con el nombre de Luis Gutiérrez no
conocían a nadie y los que decían codearse con él me daban indicaciones
erróneas.
En el intento de revivir las correrías de chiquilla
caminé por los callizos hasta San Jacinto, seguí sentido al río, un amable
barquero se ofreció por 3 reales a llevarme a la otra orilla. Tomé por el
Arenal hasta la Torre del Oro y, en diez minutos, por Santo Tomás llegué a la
plaza de la catedral. Había rememorado con entusiasmo la senda de nuestras
protestas. Es comprensible que la tentación acudiese más al recuerdo que al
sentido común; en el transcurso de los andares no me sentí especialmente
preocupada por si me identificaba un malparido y corriese a denunciarme,
paseaba inadvertida, el negro abundaba en las calles y las bayonetas
indiferentes al dolor apuntaban a las vaporosas.
Elevé la mirada y ahí estaba «La Santa» con su
majestuosa y silenciosa presencia, proyectó en el cielo las imágenes de las
aventuras que viví, las que vivimos frente a la Puerta del Príncipe. Me senté
en el poyete de la vecina fuente de la Farola y me entretuve con los dedos a remover
la fresquita agua de la Virgen de los Reyes, aún mantengo en la retina a los
alguaciles sacándonos de su interior cuando pedíamos harina para el pueblo. Al
rato, dos hombres me abordaron. Pensé que iba a ser detenida, sabían de mi
nombre verdadero y querían hablar conmigo. Era el impresor de Luis, y, ¡tu
hermano! ¡Monito! ¡Con que fuerza nos abrazamos!, con que ganas rozamos las húmedas
mejillas. ¡Qué felicidad Manolo! ¡Se encuentra bien, muy bien! Eres tío de una
hermosa niña. Fuimos a su casa y no paramos de devorar el pretérito. Tras una
copa de vino que acompañó al queso y al pan, la cosa se puso seria. Mateo, el editor,
me dijo: «No lo busques más». No vaciló en decirme que Luis abandonó este mundo
pensando en mí. Relató con expresiva congoja que fue capturado al mes de llegar
sin importarles su quebrantada salud. Sin compasión, tres esbirros del priorato
lo secuestraron. Poco después se anunció a viva voz su ejecución por
afrancesado, ¡mentira!, Sevilla sabía que se trataba de la particular venganza
del obispo por la ocurrencia de «Cornelia
B.». Los muy desgraciados no consintieron su sepultura en el camposanto, incineraron
su cuerpo sin la autorización de la familia. Rabiaba mientras me narraba tan
humillante perversidad. El arrebato de impotencia cegó mi cordura y del espanto
salí corriendo al patio a sobrellevar la aflicción, al silenciarse el colibrí, Monito
se acercó a consolarme con un afectuoso abrazo. Cogió mi palma y puso en ella una
carilla escrita por Luis. Entristecido, dijo: «Antes de gangrenarse la herida
con la que llegó, Luis me pidió que te entregase esta declaración si volvía a
verte tras su muerte».
Decidí no esperar a llegar a mi nuevo hogar en los
Cachones para leerla, intuía que ese hombre iba a ser sincero y la impaciencia
me presionaba. De regreso rompí el sello con la ayuda del vaivén del coche. El
contenido transformó mi pena en desolación.
¡Amigo; somos libres, Sevilla es libre, España es libre! Los
tiranos de uniforme y los de casulla y mitra, han sido aplacados ¡Manuel! Querido
Manuel, ya no me importa. Me hallo atrapada en la melancolía.
Deseo verte pronto para disfrutar de tu voz durante una
larga conversación a la luz del candil. No olvides escribirme; cuéntame las
vicisitudes de tu vida.
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