viernes, 23 de febrero de 2024

A JIERRO CARTA I COMPLETA

PRÓLOGO: EL DESCUBRIMIENTO
Texto CARTA I   Texto CARTA II   Texto CARTA III   Audible CARTA I   Audible CARTA II   Audible CARTA III

 

Carta I

 

·         Pliego cilíndrico. Descubierto en París en 1991.

·         Probablemente atado en cordel vacuno y nudo timbrado con trementina color bermellón.

·         Dirigido a:

 

Don Manuel Rodríguez Lara

El Ronquillo, 20 de junio de 1814

Queridísimo Manolo:

Siento no haberte escrito antes, la adversidad frenaba la llegada de este día. Después de tres años de tormenta cargada de dificultades ha diluido su furia y la calma que me rodea permite seguir con mis planes y acercarme a ti a través de estas líneas.

Estoy bien, asentada con una falsa identidad, he renacido como Doña Pilar Gómez García. Vivo flanqueada de pastos y ovejas, envejecida como manda la vida y empobrecida por el magín que me trajo hasta aquí. Este retraso te pondrá al corriente en algunas cosas de la patria, y en otras, quizás ya estés informado. Pero es tanto el deseo de hacerlo que he de contarte lo uno como lo otro.

Abandonamos el vencido siglo con ropajes tan distintos que la moda excusó sus beneficios como el resultado del modernismo que trajo el vapor, y con ello las engañosas palabras de Napoleón Bonaparte; ni somos hermanos, ni estamos más libres. ¿Cómo caímos en esa trampa, Manolo? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que su aval era el capitalismo que combatíamos? No sé si es por el sano aire de la montaña, el particular brillo del sol o el peso de la madurez, pero siento el arrepentimiento de haber participado en esa farsa. Solo encuentro consuelo con la noticia de que «Le Petit Caporal» ha sido encerrado hace un mes en la isla de Elba, cercada por el mar Tirreno.

Todavía, en las horas de sosiego, rememoro el día que escapamos con lo puesto a combatir la injusticia al lado de los ideales republicanos. Éramos un centenar de enclenques sevillanos sin futuro, hartos de ser amenazados por la Santa Inquisición.

Partí clandestina con vosotros, entre la niebla del alba, subida a una carreta que se sostenía milagrosamente. Prosélitos a un líder que solo pensó en sí mismo y olvidó el principio por el que decidimos luchar junto a él. Entablamos desahogadas charlas e intercambiamos los diversos motivos que nos llevaron a tan crucial viaje, nada tenían que ver con la grandeza y hermosura de Sevilla. Sí, con su oscuridad. El más agorero hablaba de las consecuencias de formar parte del proyecto napoleónico si caíamos en manos de las autoridades de Carlos IV. Nació en todos nosotros una sólida amistad que se solidificó en una pequeña hermandad. Ahora somos almas sin luz, marginadas en la tierra anhelada y ratas hostigadas en el terruño. Apasionados momentos llenos de ilusión detrás de un futuro desbordado en lágrimas.

Un hombre de marcado rostro y portador de una biblia de bolsillo, me sorprendió gratamente. Se identificó cortésmente como Luis Gutiérrez. Empatizamos en el camino, y en el fuerte francés de Puivert debatíamos a diario, en total compartimos un fugaz mes. A cada uno se nos obligó a participar en distintos destinos, peor aún, en divergentes derroteros. Al menos, nos concedieron que la secretaría del destacamento sirviese de estafeta y de dirección postal, se encargaron de repartir los pliegos y carillas que iban dirigidas a cada uno de nosotros; estuviéramos o no en el frente, dentro o fuera de Francia. Me pregunto si continúan haciéndolo.

Dejé Nantes con la intención de volver a España en busca del amigo Luis. Por mi condición de «gabacha» tuve que recorrer el trayecto libre de controles; el único seguro y el más largo para alcanzar mi destino.

Sé por una nota suya que cayó herido por un exoficial del antiguo mando francés a finales de noviembre de 1808; el ofendido era uno de tantos que repudiaban a Bonaparte por el golpe de estado del 99 y a cualquiera que formase parte de sus tropas. Por navidad volvió a Triana para recuperarse de la herida, en el muslo izquierdo, provocada por la afilada hoja del sable, y la de su corazón que aún lloraba la muerte del que le retó.

Bajé de la diligencia en El Ronquillo el doce de marzo de 1812. Me instalé provisionalmente en la buhardilla de unos parientes. Andaba impaciente y expectante, a que el nuevo gobierno aprobase la que sería la primera constitución hispánica de este siglo. A los siete días se promulgó tan soberano acontecimiento. Por fin; asiáticos, americanos y españoles, éramos investidos con iguales derechos y deberes. Con ella menguamos al poder monárquico, y desterró la maldita inquisición. ¡Fui tan feliz con la buena nueva que pagué a escondidas un trago de tintorro! Aunque, hace siete semanas que ha sido abolida. Las mujeres y hombres, de común pensamiento, la hemos disfrutado 50 meses con satisfacción.

¿Recuerdas las tardes de invierno, ocultos tras la flama de la vela, conspirando contra el arzobispo de Sevilla y de cómo atentar la sucursal del diablo Torquemada? Acabar con esa organización del crimen fue la principal razón para unirme a tu grupo y la de formar en las filas napoleónicas. En cuanto tomaron poder cerraron la institución inquisitoria. La refrenda prohibitiva que puso a los cuatro vientos José Bonaparte, justificó con creces mi afrancesamiento. Me hubiese quedado de haber nacido «La Pepa» antes de migrar. No sé si lo sabes, pero es el mote que se le dio, en Andalucía, a la Ley Fundamental del 19 de marzo 1812, festividad de José y Josefina. El simpático apodo se extendió a los territorios de ultramar mediante el flujo naviero del puerto de Indias de nuestra soleada Hispalia.

El cariño a Luis, nació a lo largo de la convivencia en el fortín, se transformó en amor al regalarme Pierre, un amigo en común, un libro que se convirtió en el pábulo de mi búsqueda. En español y con acento francés, dijo: «Léelo en casa, alguien podría hacerte daño si te ve con él». Me contó que Luis lo escribió, estando a cobijo de sus padres, después de una intensa disputa con su consciencia, el año en que Napoleón se proclamó jefe del estado francés. Tan solo se imprimieron una veintena, todos ellos acabaron requisados y quemados por el tribunal del Santo Oficio. Fue prohibida su divulgación y con castigo de ahorcamiento a quien intentase divulgar tanto la indebida apropiación como el argumento. No obstante, añadió, que siete años más tarde las librerías francesas presentaron en sus escaparates y mostradores, una segunda edición respaldada por el autócrata militar. Seguro que no ignoras el título «Cornelia B. o víctima de la inquisición».

Leído y releído, en el pequeño apartamento de Bouaye-Nantes, comprendí que era una dedicatoria. Supuse que debió de sentirse motivada su imaginaria por las aventuras que le conté. Él supo, por mí, de la riña que llevaba contra el régimen impuesto por la iglesia, pero me di cuenta de que si se imprimió la edición original en 1799, siendo yo la joven veinteañera más buscada del país, es que estuvo siguiendo mis pasos a escondidas mucho antes de conocerle y evitando que me percatase de su existencia hasta que se presentó en el chirrioso carromato.

Hizo público el clamoroso manuscrito como denuncia de la ruindad del episcopado, es un documento contra la inquisición y sus tutores. Destapa en gran medida las vergüenzas y malas prácticas del patronato clerical. Luis reveló su extrema inclinación opositora al titularlo con mi auténtico nombre «Cornelia». No solo atacó a la magistratura de la fe cristiana, sino que también puso precio a su cabeza. ¡Manolo!, ¡Luis es un héroe que hizo uso del talento y la tinta, para desenmascarar a la infame curia! Gracias a él perdurará la verdad en épocas venideras.

En un lapsus repentino decidí ir a visitarle y conversar con él profusamente. Deseaba agradecerle el acto de valor que tuvo al escribir tan brillante argumento, decirle lo importante que era su obra en la lucha contra la tiranía de sotana y manifestar lo que para mí significaba su divulgación.

En la ruta de El Ronquillo a Sevilla, respiré aire de libertad y pasión. Debía encontrarlo en Triana, cerrar la incertidumbre de mis pensamientos y luego esconderme en una casita, a orilla de un pequeño lago, que unos amigos de la familia de acogida me ofrecieron. Al llegar, disfrazada de viuda, pregunté en las tabernas y comercios. Con el nombre de Luis Gutiérrez no conocían a nadie y los que decían codearse con él me daban indicaciones erróneas.

En el intento de revivir las correrías de chiquilla caminé por los callizos hasta San Jacinto, seguí sentido al río, un amable barquero se ofreció por 3 reales a llevarme a la otra orilla. Tomé por el Arenal hasta la Torre del Oro y, en diez minutos, por Santo Tomás llegué a la plaza de la catedral. Había rememorado con entusiasmo la senda de nuestras protestas. Es comprensible que la tentación acudiese más al recuerdo que al sentido común; en el transcurso de los andares no me sentí especialmente preocupada por si me identificaba un malparido y corriese a denunciarme, paseaba inadvertida, el negro abundaba en las calles y las bayonetas indiferentes al dolor apuntaban a las vaporosas.

Elevé la mirada y ahí estaba «La Santa» con su majestuosa y silenciosa presencia, proyectó en el cielo las imágenes de las aventuras que viví, las que vivimos frente a la Puerta del Príncipe. Me senté en el poyete de la vecina fuente de la Farola y me entretuve con los dedos a remover la fresquita agua de la Virgen de los Reyes, aún mantengo en la retina a los alguaciles sacándonos de su interior cuando pedíamos harina para el pueblo. Al rato, dos hombres me abordaron. Pensé que iba a ser detenida, sabían de mi nombre verdadero y querían hablar conmigo. Era el impresor de Luis, y, ¡tu hermano! ¡Monito! ¡Con que fuerza nos abrazamos!, con que ganas rozamos las húmedas mejillas. ¡Qué felicidad Manolo! ¡Se encuentra bien, muy bien! Eres tío de una hermosa niña. Fuimos a su casa y no paramos de devorar el pretérito. Tras una copa de vino que acompañó al queso y al pan, la cosa se puso seria. Mateo, el editor, me dijo: «No lo busques más». No vaciló en decirme que Luis abandonó este mundo pensando en mí. Relató con expresiva congoja que fue capturado al mes de llegar sin importarles su quebrantada salud. Sin compasión, tres esbirros del priorato lo secuestraron. Poco después se anunció a viva voz su ejecución por afrancesado, ¡mentira!, Sevilla sabía que se trataba de la particular venganza del obispo por la ocurrencia de «Cornelia B.». Los muy desgraciados no consintieron su sepultura en el camposanto, incineraron su cuerpo sin la autorización de la familia. Rabiaba mientras me narraba tan humillante perversidad. El arrebato de impotencia cegó mi cordura y del espanto salí corriendo al patio a sobrellevar la aflicción, al silenciarse el colibrí, Monito se acercó a consolarme con un afectuoso abrazo. Cogió mi palma y puso en ella una carilla escrita por Luis. Entristecido, dijo: «Antes de gangrenarse la herida con la que llegó, Luis me pidió que te entregase esta declaración si volvía a verte tras su muerte».

Decidí no esperar a llegar a mi nuevo hogar en los Cachones para leerla, intuía que ese hombre iba a ser sincero y la impaciencia me presionaba. De regreso rompí el sello con la ayuda del vaivén del coche. El contenido transformó mi pena en desolación.

¡Amigo; somos libres, Sevilla es libre, España es libre! Los tiranos de uniforme y los de casulla y mitra, han sido aplacados ¡Manuel! Querido Manuel, ya no me importa. Me hallo atrapada en la melancolía.

Deseo verte pronto para disfrutar de tu voz durante una larga conversación a la luz del candil. No olvides escribirme; cuéntame las vicisitudes de tu vida.

Recibe un fuerte abrazo de tu afectuosa Pilar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario